La vega de Granada se extendía como un manto de brocado verde con las arboledas de cipreses, higueras, olivos y frutales pespunteando lindes y acequias. Como dispersos por la mano de un sembrador, negras norias y blancas almunias alegraban el paisaje. Los hortelanos preparaban las sementeras de la primavera. El agua de los surcos y las regueras espejeaba al sol. Al fondo como una cinta rojiza aparecían las murallas de Granada. Detrás de ellas, los tejados rojos y las azoteas blancas de las mezquitas y los palacios. La Alhambra se recortaba sobre la blancura deslumbradora de la Sierra Nevada.
–¡Granada! –exclamó Orbán–. En Oriente dicen que hay tres ciudades en el mundo: Estambul, Jerusalén y Granada.
Siguieron el camino que conducía a la puerta de Elvira, entre dos tapias que delimitaban, a uno y otro lado, un gran cementerio. La medina se extendía por el llano y por el monte Albaicín.
Desde su residencia, aquella tarde, Orbán e Isabel admiraron la belleza de la ciudad que se extendía a sus pies.
Poco después apareció Alí el Cojo con una cestilla de buñuelos calientes. Mientras desayunaban contemplaron el avance de la luz sobre la colina de la Alhambra, a medida que el sol remontaba.
–La perla de Al-Andalus –dijo Alí el Cojo–. Para algunos, la ciudad más bella del mundo. El paraíso en la tierra: la ciudad rodeada de fértiles vegas en las que manan cien fuentes. Dos ríos importantes la recorren, el Darro, de arenas auríferas y el Genil cuyas aguas endulzan los membrillos y las granadas. En la ciudad viven más de cien mil criaturas: artesanos, hombres de ciencia, caballeros peritos en la guerra. Hay cuatro cercas que delimitan cuatro ciudades y doce barrios, cada uno con su zoco y su mezquita mayor, con sus baños, sus fondas y sus hornos públicos, sin contar los palacios y las casas de ciudadanos pudientes que tienen también baños y jardines, doce puentes sobre el río Darro, ocho sobre el Genil.
Orbán e Isabel miraban aquel esplendor.
–Allí el cementerio de la Sabika –señalaba Alí el Cojo–, el valle de Nachd y las alturas de al Faharin, que terminan en el río Genil; aquella es la alcazaba de los judíos y la medina, aquellas las cúpulas de la mezquita mayor, las de más allá, pespunteadas de lumbreras en forma de estrella, son las de los baños de Sautar; los tejadillos parejos son los de la madrasa, donde los maestros esparcen las perlas del conocimiento, y la alcaicería, cruzando el Darro con sus puentes, la posada de al Jadida; a la derecha, la alcazaba antigua, al otro lado del valle del Darro.
Orbán levantó la mirada hacia los muros rojos de la Alhambra, tan inaccesibles como si colgaran del cielo. –Allá arriba, en las torres del mexuar se supone que manda Boabdil el desventurado –prosiguió Alí el Cojo–, pero eso es una mera ilusión. La que manda es su madre, Aixa la Horra. Desde su palacio del Albaicín, Aixa abarca la Alhambra, envía y recibe correos, visita a su hijo o a su nuera. Su nuera, una pobre mujer flaca de espíritu, es hija del fiero Aliatar, pero no ha heredado la fiereza de su padre. Algunos viajeros discuten si Granada es más bella que Constantinopla ¿Qué te parece a ti, que conoces las dos?
–Cada ciudad tiene su gracia –respondió Orbán evasivo–. Pero me parecen las dos igualmente sublimes.
Los juglares cantaban las hazañas de los campeones del islam y hablaban de cabezas infieles cortadas, de escuadrones de cristianos puestos en fuga por un solo adalid, de hazañas difíciles de creer que entusiasmaban a las entregadas audiencias de los zocos y mercados. Muchos jovenzuelos, fascinados por los relatos militares, ingresaban como muhaidines deseosos de algún destino fronterizo desde el que contribuir a la derrota de los cristianos.
Otros informantes más cautos, los trajinantes, traían noticias menos optimistas y hablaban de razzias y espolonadas de don Alonso de Aguilar y del alcalde de los Donceles, caudillos temidos que asolaban la tierra y cautivaban pueblos enteros.
Pero ya corrían otros tiempos. Granada estaba atestada de refugiados que lo habían perdido todo, muchos de ellos partidarios de El Zagal que consideraban a Boabdil un traidor vendido a Fernando. Los muhaidines, exasperados por las derrotas y fanatizados por las predicaciones de los alfaquíes abarrotaban calles y plazas sin otro menester que rezar cinco veces al día, rivalizando por presentar el mayor callo en la frente. El resto del tiempo murmuraban contra el gobierno.
Así llegó el verano. Fernando e Isabel atendían al gobierno de sus estados y no tenían prevista una nueva campaña. En Granada, las decenas de miles de refugiados a los que los cristianos habían expulsado de sus tierras se sumaban a los halcones que deseaban derrotar a los cristianos y recuperar lo perdido.
–No aguardemos a que los cristianos reaccionen. Ahora están exhaustos este es el momento de atacarlos–, señalaba el Zegrí.
Lo mismo opinaban Al Hakim, Abul Hasán, Abu Zalí y otros capitanes de la frontera, hombres belicosos que se sentían humillados por las armas cristianas. Boabdil cedió a tantas presiones y permitió que sus capitanes atacaran varias fortalezas fronterizas. Los campeones competían entre ellos arrasando alquerías y castillos cristianos, cautivando rebaños y campesinos, masacrando guarniciones. Regresaban triunfantes a Granada, los guerreros exhibiendo cabezas ensartadas en lanzas o collares de orejas enemigas. El pueblo los aclamaba entusiasmado, roncas las mujeres de ulular. Boabdil los recibía en la Alhambra y los colmaba de regalos. El mensaje estaba claro. Granada y Castilla estaban en guerra. Fernando declaró felón a su vasallo Boabdil y se lo notificó en un pergamino con sus sellos.
Desde las murallas se divisaban las polvaredas de la caballería y los escuadrones de peones cristianos. Mientras los almogávares y los adalides recorrían el territorio y saqueaban las almunias, los cavadores y vivanderos instalaban el real en los Ojos de Huécar, en El Gozco, a una legua de Granada, en medio de la vega. Brillaban a lo lejos, en la oscuridad de la vega, docenas de puntos de luz, las hogueras cristianas. Desde las almenas y azoteas de Granada la población contemplaba fascinada aquel ilusorio firmamento que, de pronto, rodeaba su ciudad. Las hogueras se extendían hasta el horizonte, como si una gran urbe hubiera crecido de pronto donde unas horas antes sólo había surcos y sembrados. La tristeza se alojó en los corazones de los más prudentes junto con la certeza de que aquello prefiguraba el final de Granada.
Mientras el consejo del reino deliberaba en el mexuar, Mohamed el Pequenni, el alfaquí, ascendió penosamente las pinos peldaños de la angosta escalera de caracol que conducía a la azotea del minarete de la mezquita mayor, el punto más alto de la medina.
De pronto el Pequenni fue consciente de que probablemente aquella era la la última vez que subía aquella escalera y la última vez que dirigía los rezos en la mezquita de cinco naves donde los musulmanes granadinos habían elevado sus preces mirando a la Meca durante varios siglos.
–¡Todo comienza y todo acaba, por voluntad de Alá! –murmuró.
Terminó la ascensión y salió al balcón circular que coronaba el minarete. Allá arriba soplaba un viento frío procedente de las nieves. El muecín contempló la hermosa vista de Granada, el panorama de rojos tejados y verdes cármenes que se divisaba desde aquella altura. En el aire helado respiró los aromas de la ciudad confundidos con los de la vega, olor a agua regando verdores, a humo de asadores de castañas, a otoño.
–En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso… –murmuró para sí. Tosió para aclararse la voz. Para él Granada era el centro del mundo y desde luego el centro del islam. En la biblioteca de la mezquita tenía cuando podía desear, mejor que si estuviera en Fez o El Cairo o Bagdad. Y ahora todo podía perderse, todo iba a perderse, por el signo aciago de los tiempos. Fernando le había prometido a Boabdil un ducado en una reserva musulmana en las Alpujarras, pero ahora que Boabdil vulneraba el compromiso, Fernando se consideraría eximido de cumplir los acuerdos. ¿Qué porvenir les esperaba a los vencidos? ¿Regresar a África, al desierto pedregoso del que salieron sus padres, los conquistadores de Al-Andalus, veinte generaciones atrás? Mohamed el Pequenni conocía lo que era el Magreb, la vida, primitiva; la tierra, pobre; los caminos, inciertos; las ciudades, polvorientas; el gobierno, tiránico; tapias derruidas con cuadrillas de vagos malencarados vegetando a la sombra. Él, acostumbrado a las comodidades y a las bellezas de Granada, no se acomodaría a vivir allí la enfadosa vejez. ¿Quedarse en Granada? Quizá en la corte de Fernando hubiera un resquicio para él, de secretario de cartas árabes, de trujamán, de calígrafo. Envidió a su padre que nació y murió en la ciudad sin sobresaltos, dedicado a sus libros, consultado por los gobernantes, respetado por el pueblo. Alá le deparaba a él estos tiempos tan turbios. Sea su voluntad.
Y Granada cayó. El 2 de enero ondearon los pendones de Castilla en la torre mayor de la Alambra.
–Los cristianos se han quedado con cuanto había de valor, pero de las personas no abusan –explicó Jándula–. Fernando ha pregonado castigos para el que agreda a un musulmán. Ahorcan a los soldados borrachos y a los violadores. Parece que todo eso lo tenían acordado secretamente con Aben Comixa y con el visir. No obstante, la gente se fía poco de ellos y teme que después de la euforia del triunfo reconsideren la situación y exijan más. Por lo pronto los ricos y todo el que tenía algo ha hecho el petate y se ha ido. Los caminos están llenos de fugitivos. Unos van a África y otros a las Alpujarras. Los abencerrajes y los notables se han quedado en Granada, con sus casas y sus cuadras intactas. Muchos se convierten al cristianismo y los reyes les confirman sus bienes y sus fincas. A otros les dan heredamientos para compensar las villas y las prebendas que pierden. Al final todo fue un enjuague: vendieron Granada a los cristianos y el único que ha perdido es el pueblo. ¿Recuerdas la multitud de muhaidines deseosos de alcanzar el martirio? Pues se ha evaporado como el rocío matinal cuando sale el sol.