-¿El Camino de Santiago? ¡Papá, no seas coñazo!

Sin embargo, el pobre padre, cincuentón, algo calvo, pero de buen ver (es decir, gordo) logró convencer a sus dos hijas adolescentes de que el Camino de Santiago es algo más que piedras milenarias y ceras litúrgicas, que es algo vivo y divertido y que (éste fue el supremo argumento que las rindió) encierra y compendia el más acabado capítulo de la gastronomía occidental.

-¿De veras? Asentí, solemne. Las tenía en el bote.

-Creía que el Camino era una experiencia religiosa, objetó débilmente la más rebelde.

-Y lo es. Absolutamente. Lo que ocurre es que en el Camino Dios se manifiesta en las ollas, como afirma Santa Teresa, y en el polvo de las sandalias, como asevera Jack Kerouac.

Era septiembre, cuando se aparean los cangrejos de río (los pocos que quedan) y madura el majuelo. Nos pusimos en carretera con ese Citroën Saxo blanco que sale al fondo de la foto superior. Atravesamos con la clara mañana pinares y viñedos en La Rioja, y sólo nos detuvimos para visitar unas bodegas y para hollar las piedras milenarias de la antigua calzada romana por la que los monjes de Cluny encauzaron las peregrinaciones. Por cierto, que los inquietos benedictinos asesinaron a un obispo de Nájera que les quería limitar la ración de vino. Vimos pasar a unos peregrinos con sus mochilas y sus bordones, y con su oreja izquierda más tostada del sol que la derecha, de caminar siempre hacia el oeste, adonde se pone el sol, al finis terrae.

En Viana, mis pasajeras ventearon el olor a horno dulce de las fábricas de galletas. Aproveché el infantil alborozo para mostrarles la escueta lápida que señala la tumba de César Borgia, fuera de la iglesia de Santa María, y cuando reanudamos el camino les fui relatando la historia de los Borgia. Es un culebrón de efecto seguro: venenos, dagas, purpurados, hijos ilegítimos, maldades, bodas apañadas, intrigas. Hasta se olvidaron de poner el casete de Gun & Roses.

El Panteón Real de los reyes de Navarra, mitad cueva, mitad iglesia, en Nájera, les encantó. Para celebrarlo nos desviamos hasta Haro y almorzamos en El Terete, junto a la plaza. Parece cosa de poco, pero subiendo las escalerillas, en el piso de arriba, hay un salón mediano con mesas capaces y en ellas se come el mejor cordero de la Cristiandad. Les hizo gracia el lema: «Para corderos asaos Terete… y allá cuidaos».

En el monasterio de Las Huelgas, el museo textil dio pie a una disertación sobre los pellotes y las cofias de las damas de antaño, las cuales, señalé, iban sin bragas, dado que esta prenda es de invención moderna, casi contemporánea. Ese día, en un céntrico mesón, conocieron la majestuosa sopa de ajo, con su pan sopajero y reposado y su huevo en el centro, la gran remediadora de las Españas. También hubo lugar para la catedral de Burgos, densa y espesa, con su sepulcro del Cid y su Escalera Dorada.

En Villalcázar de Sirga, el mesonero Payo Pérez nos dio el menú del peregrino: sopa, chorizo, queso, vino, pan y licor andariego. En León admiramos la catedral, la pulchra leonina y, frente a la portentosa vidriera central, les conté una anécdota incruenta de la Guerra Civil: un general pasa en coche delante de la catedral y su asistente, que es licenciado en Arte, se vuelve y le comenta: «Mi general, admire vuecencia la vidriera más notable de España en aquel rosetón de la catedral». Y el general se inclina a mirarla y comenta: «Sí que tiene una buena pedrada, sí».

En Villafranca del Bierzo era obligado sacar el vientre de mal año almorzando en La Charola: despachamos un cocido contundente, no sé si maragato, y una fuente de chuletillas de cordero con vino honrado del terruño y tres tartas de postre (lo conmemoramos con esta foto).

Y Galicia tan rica en todo y todo tan rico, donde visitamos las tumbas de Santiago y de Cunqueiro.

Ahora mis hijas me comunican que quieren hacer el Camino a pie y por su cuenta. Se conoce que van madurando.