Los turistas iban a Bali en busca del paraíso y se encontraron con el infierno. Paradisos palabra griega que designa un jardín cerrado, pero el mito viene del Dilmún sumerio, un lugar donde no existen el dolor, ni la vejez, ni la enfermedad. El afán se propaga por Oriente y ahí tenemos el Jardín del Edén bíblico que nutre y abriga a Adán y Eva, una arboleda de higueras, de palmeras, de olivos, poblada de animales mansos, el lugar donde nuestros primeros padres viven sin dar golpe, en plan hippy, hasta que meten la pata y Dios los expulsa. (Estos dioses de las religiones monoteistas es lo que tienen: con una mano te expulsan del paraíso y con la otra te lo prometen si te sometes a unas normas irracionales.) Parece una ironía del destino que el paraíso bíblico estuviera en Mesopotamia, es decir, en la moderna Irak, y que dos de sus cuatro míticos ríos fueran precisamente el Tigris y el Eufrates. Ahora Bush se prepara para arrasar el paraíso con sus bombas inteligentes en revancha por el arrasamiento de su propio paraíso vertical de las torres gemelas, el paraíso del progreso, de la producción, de la modernidad, la torre de Babel que tocaba el cielo. No parece baladí que mientras el paraíso judeocristiano se sitúa en la tierra, y por eso durante muchos siglos lo han estado buscando exploradores y viajeros -incluso Colón creyó hallarlo en América-, el paraíso del Islam siempre haya estado en el cielo. Paradógicamente, el paraíso islámico es más terrenal que el judeocristiano: además de jardines, fuentes, manantiales y árboles magníficos promete divanes para recostarse, túnicas de seda verde y alimentos deliciosos servidos en bandejas de plata por unas huríes de pechos valentones y redondas caderas, que satisfacen los deseos del creyente y siguen vírgenes (Antes, durante y después del acto, ¿no nos suena familiar?). Ahora unos resentidos con turbante, a los que Occidente ofende con su sociedad más próspera, más libre, más feliz, a pesar de su aparente corrupción moral (o, precisamente por ella) se juramentan para castigar el modo de vida occidental: ya que no pueden aspirar a ese paraíso artificial y consumista que los occidentales conseguimos por el trabajo, la buena administración, y la constancia, se encierran en el paraíso ilusorio que alcanza el mártir del Islam.

Occidente ha cartografiado el mundo y sabe que el paraíso no existe; el Islam, por el contrario, insiste en encontrar su paraíso celestial, cada vez más lejos de la realidad terrena. Y el cielo, como los sueños incumplidos, no puede cartografiarse.