Anoche, en el AVE, de regreso de la promoción de mi libro Santos y Pecadores, venía sentadito en el vagón club, un lujazo que le permite a uno la editorial, entre gente de lo más VIPs (ministros, subsecretarios, consejeros de administración, toreros, folklóricas y hasta sangre real: un ambiente de lo más refinado) cuando alguien soltó un pedo. O sea, a fuer de precisos, no fue un pedo, que siempre suena; ni un cuesco, que retumba, sino un follón, un pedo silencioso pero atufador, muy concentrado, que rápidamente alcanzó las delicadas pituitarias de media docena de VIPs. Servidor iba escribiendo su columna dominical, sobre la coyuntura económica nacional y, como es natural, cambió rápidamente de tema e hizo ésta. No es por presumir de culto, pero, sin consultar bibliografía, he recordado que, ya en la corte de Bizancio, no era infrecuente que la gente más fina, los allegados al basileo, un escalón por debajo de Dios, soltaran follones pestosos en las solemnidades. También es cierto que la cocina imperial abusaba algo del comino y otras especias flatulentas. Entonces, el Prefecto de los Vientos, funcionario imperial nombrado por el chambelán, se encargaba de detectar al peedor o follonista e imponerle un severo castigo, por lo general confinamiento vitalicio en un monasterio copto de Bulgaria, con dieta seca y gachas de harina.

El follón, aun hoy, debe considerarse pedo traidor e hipócrita porque, por lo general, el que más se escandaliza es el mismo que lo ha soltado, eso lo tengo comprobado en aglomeraciones procesionales y en la representación de “Aida”, cuando arranca el canto de los esclavos egipcios y los aficionados aprovechan para desgranarse.

Una persona educada debe aceptar deportivamente estas miserias fisiológicas que incluso, llegado el caso, pueden favorecer situaciones galantes. Una vez, el escritor Camilo José Cela soltó un cuesco en un banquete, ladeando el cachete en la dirección de su vecina de mesa, una encopetada dama. Como ella mostrara indicios de apoplejía, don Camilo, galantemente, la tranquilizó: “No se preocupe, señora, diremos que he sido yo.”

El primer ministro portugués, Mario Soares, en su visita oficial a Inglaterra se desplazaba protocolariamente en la carroza real, junto a la reina. Uno de los caballos que tiraban de la carroza soltó un cuesco fragoroso. La reina musitó: “Perdón” (o sea Sorry) y el portugués, educado como sólo ellos saben serlo, dijo: “No se preocupe majestad: creí que había sido el caballo”.

O sea, naturalidad.