Están poniendo dos películas que sirven para ilustrarnos sobre verdad y literatura (porque el cine es también literatura, ¿eh?). La primera es “Amén” de Costa Gavras, de la que no sé el tiempo que aguantará en cartel porque, aunque es absolutamente espléndida, me imagino que la Iglesia estará moviendo Roma con Santiago para suprimirla. Una estupenda recreación cinematográfica del culpable silencio de Pío XII y su Iglesia frente al genocidio nazi. Lo mejor de todo es que no hay escenas de horror, sólo trenes llenos y trenes vacíos. Me la vean, si pueden.

La otra es “Al Sur de Granada”, de Fernando Colomo. No digo yo que la película no sea buena, pero la historia de Gerard Brenan que cuenta no tiene nada que ver con la realidad. Don Gerardo llegó a las Alpujarras en 1919, y se afincó en Yegen, no porque el pueblo le pareciera bonito, dado que el paisaje lo tenía sin cuidado, sino porque la vida era barata y los vecinos vivían en tal miseria que él, con las pocas libras esterlinas de su pensión convertidas en pesetas de plata, triunfaba sobre una taifa de desgraciados que le bailaban por una propinilla: “se llevaba a las cuatro infelices esmayás. Como bebían y comían, tenía siempre la casa llena”. Don Gerardo escribió un bello libro sobre San Juan de la Cruz, pero ignoró a los intelectuales españoles de su tiempo. Encontraba encantador el primitivismo y el atraso del pueblo analfabeto, pero no le interesaba la gente leída. Desde la superioridad de su cultura escribió un libro en el que “a los pobres los citaba con sus nombres, pero a los caciques respetuosamente se los cambiaba”, un libro que levantó ronchas entre familias que habían confiado en él y le habían entregado su amistad.

Gerard Brenan, menorero, sedujo a una criadita de quince años, la Juliana, a la que enseñó, como se enseña a un lorito, a decir barbaridades en inglés, que ella en su inocencia repetía mientras el corruptor se partía de risa. Don Gerardo se encoñó con ella (“no podía vivir sin ella y con ella no podía llevar una vida racional”) y la mantuvo encerrada, para que no mirara a los chicos de su edad. Le hizo una hija, Elena, pero en cuanto el bebé se destetó, lo secuestró y se lo llevó a Londres (donde, mientras tanto, se había casado) y le cambió el nombre en Miranda. Juliana viviría todavía medio siglo con la esperanza de ver a su niña, pero se fue del mundo sin haberlo conseguido.

En fin, el arte no tiene por qué reflejar la verdad. Disfruten de la película.