Aquí me tienen, contribuyendo a la industria nacional, en una playa de candentes arenas, ataviado con mis bermudas de colores psicodélicos, años setenta, las fatigadas chanclas, la sombrilla, la tumbona, la toalla astrosa (así no me la roban), la bolsa con la botella de agua mineral, el frasco de bronceador con protección total, la pomada contra la urticaria de las medusas, las gafas de sol y la novela. Sin pareo, con un par.

A esta hora, que es la de la siesta, no debería bajar al cocedero porque hace un calor inhumano, pero es que en el apartamento al que me han invitado unos piadosos amigos no hay quien pare: la familia está en el salón instruyéndose sobre el novio de Belén, la hermana de Carmina Ordoñez, y cuando llega la publicidad zapean a otro programa donde dos especialistas diseccionan los entresijos de la luna de miel de Jesulín de Ubrique y la Campanario (así llaman a la chica, aunque yo la encuentro más bien bajita). “A lo mejor hay algo más interesante en otra cadena”, me atrevo a sugerir. El niño menor, Armandito, me mira como diciendo, “Menudo plasta” y zapea de mala gana. En efecto, en la otra cadena están entrevistando a un taxista que llevó al aeropuerto al novio de Rociíto.“¿Y en la segunda?”, sugiero. En la segunda un naturalista nos explica minuciosamente la dieta del oso pardo de Canadá: arándanos rojos o negros. “Bueno”, anuncio, “creo que hoy bajaré a la playa.” (He leído en un libro de autoayuda que el sol, en dosis adecuadas, protege la piel y la columna vertebral. Bien, a ello vamos, todo sea por la calidad de vida y la salud, fuente de todo bienestar).

La canícula está en todo su esplendor. Decido pasear hasta la torre vigía que se yergue sobre el acantilado. A mitad de camino me arrepiento, cuando veo que las basuras arrecian a medida que asciendo, como si me estuviera internando en un vertedero, y yo con estas chanclas. A punto de llegar a la refrescante sombra de la torre, me rebano el pie con una lata. A la sombra de las venerables piedras zumban las moscas azules dándose el festín con la evacuación de un visitante que no evitó la comida rápida, grasienta y baja en fibra, ni lavó adecuadamente las verduras. Debió darle el aprieto líquido cuando contemplaba el majestuoso amanecer, quizá, elucubro, en compañía de la persona amada. No sé como tuvo valor de bajarse los pantalones con la cantidad de jeringas hipodérmicas que se ven por el suelo. En fin, será mejor que regresemos. Mañana me pondré la antitetánica.