La tele. Documental con refrescantes imágenes subacuáticas a la hora de la siesta. Atolón del Pacífico. Un intrépido submarinista está alimentando a los tiburones. De un contenedor va sacando trozos de pescado o de carne. Los escualos lo devoran todo: pez espada, cerdo, atún, vacuno, oveja… De pronto aparece un pollo descongelado. El tiburón más grande se lanza hacia el bocado de apariencia suculenta pero, en el último momento, hace un regate y pasa de largo; un tiburón principiante aprovecha la oportunidad para lanzarse sobre la presa y, lo mismo, a pocos centímetros cierra la boca y pasa de largo. El desairado pollo cae al fondo de mar donde permanece unos minutos sin que nadie le haga caso hasta que, por fin, una morena horrible, cómo estará de hambreado el animal, sale de su agujero y lo engulle.
Don Umberto Belitsari, el zoólogo que ha efectuado el interesante experimento, no sabe a qué atribuir el desinterés por el pollo de unos tiburones que, llegado el caso, son capaces de comerse un neumático usado. Me he acordado de mi amigo Nestor Luján que veía en la decadencia del pollo uno de los indicadores más fiables del descarrío de la Humanidad. Antiguamente el pollo era la marca de distinción de una mesa ilustre, baste decir que hubo en Jaén un obispo que se se pasaba la mano por la panza y decía: “Mi vientre es un cementerio de pollos”. Los nobles germanos celebraban la coronación del Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico con un pollo asado. El prestigio se mantuvo hasta nuestra postguerra, cuando Carpanta soñaba con pollos debajo de los puentes. Luego el pollo se multiplicó y se socializó, pero a costa de degenerar y convertirse en ese producto hormonado y recauchutado que no sabe a nada. Existe, sin embargo, una receta de pollo a la siciliana que ha resistido el embate de los tiempos y que con mucho gusto ofrezco al lector. Descongélese un pollo de gran tamaño y rellénese con un estofado de menudillos de cabrito, filamentos de tocino de veta, carne de buey picada, cebolla, ajo, queso rallado, perejil, sal y pimienta. Se rellena bien, para que quede prieto, y se cose. A continuación se rehoga en aceite, se añaden dos vasos de vino y otros dos de caldo de cocido y se cuece a fuego lento. Finalmente, se come, comenzando por el relleno, naturalmente, para que, si sobra algo, sea lo de fuera. A Néstor Luján no le gustaba esta receta. Claro él, cuando quería pollo, le escribía a su amigo Cunqueiro que le enviaba un par de capones de Villalba. Así cualquiera.