El miércoles, en Sevilla, la hinchada del Celtic se bebió cincuenta y cuatro piscinas olímpicas de cerveza y se comió nueve mil doscientas vacas, o lo que le pongan a las hamburguesas. En el bar donde a veces violento mi dieta sólo les quedaba pulpo a la gallega.

-Como a los guiris le da asco… -me explicó el barero.

Mientras me comía mis rodajas de pulpo, con sus ventosas, su aceite de oliva rico y su pimentón, me puse a considerar lo que es la vida del simpático cefalópodo. El griego Eliano, en el siglo III, señala el desaforado apetito sexual del pulpo. Algo debe haber de verdad porque en un famoso grabado del japonés Hokusai, realizado hacia 1820, vemos una mujer desnuda abrazada a un pulpo enorme que le acopla la boca a su pozo sulfúreo (así llamaba Shakespeare a las partes íntimas de las damas, antes del bidé y del desodorante íntimo) mientras la abraza con sus múltiples brazos.

Sin salirnos de estos nobles y sabrosos seres, ahí tenemos al calamar gigante o Architeuthis, de hasta veinte metros de longitud, que tiene el pincel del amor (así llama a la herramienta masculina el poeta Naucritus) más larga que se conoce, un metro y pico. Cuando está en vena, la pasión lo ciega de tal manera que rehuye la fosa sulfúrea de la hembra y lo que hace es inyectarle semen a alta presión en la piel, lo que le produce una leve herida. Sin embargo, lo que son las cosas, el Architeuthis no siente orgasmo alguno, mientras que el pajarito tejedor búfalo africano, dos centímetros escasos de pene, siente más de dos docenas de espasmos en la media hora que tarda en cumplir con su pareja. Es la más palpable demostración científica de que el tamaño no importa sino la afición y el cariño.

En la especie humana los índices varían tanto que no hay manera de dar con la pauta media. Los sexólogos señalan que a partir de los veinticinco la cosa va de retirada en el macho aunque en la hembra, que, como se sabe, es físicamente más poderosa (y mucho me temo que mentalmente también) se alcanzan las mejores marcas pasando los cuarenta, cuando la sabia naturaleza se planta, mira la huidiza vida y ahuyenta dengues y pamplinas catequéticos. Lo del libanés Alouf Ghassan, cuarenta y siete años, y tres esposas perpetuamente escocidas que se han plantado y lo han obligado a tomar una cuarta para repartirse las varas, es una excepción.