Los romanos, como los otros mediterráneos, profesaron un sano politeísmo y no vacilaron en adoptar los dioses de los pueblos a los que sometían, incluso instalando en el templo de Júpiter Capitolino, el lugar más sagrado de Roma, las imágenes y objetos sagrados capturados (por ejemplo, la Ménora y la Mesa de Salomón).

Desde el siglo II, el Cristianismo, una secta disidente del judaísmo que fue incorporando, con admirable sincretismo, los elementos más atractivos de las religiones mistéricas mitraicas, solares y mistericas, escaló la cúpula imperial y, en cuanto se hizo con el poder, fiel a su vocación monoteísta, persiguió los otros cultos del imperio. Pero no pudo evitar (quizá tampoco quiso evitarlo) que una parte sustancial de estos cultos se incorporara al Cristianismo y perdurara hasta nuestros días.
Los romanos adoraban a doce dioses mayores, la corte olímpica de Júpiter, y a varios cientos de dioses menores, patrones tutelares de cometidos específicos. De estos dioses descienden la mayoría de nuestros santos y mártires. La Diosa Madre arcaica, que en Roma recibía los títulos de Demeter e Isis, conformó la figura de la Virgen María, único vestigio de cultos femeninos permitido por el cristianismo misógino; San Juan (los dos san Juanes) son claramente la versión cristianizada de Jano, el dios de las puertas y de los caminos, que también se refleja en san Pedro, el de las llaves; los Dióscuros dieron lugar a una pléyade de santos gemelos, muchos de ellos militares, tan venerados por los templarios y sus sucesores calatravos.

Los romanos eran muy pragmáticos: para lograr los favores de los dioses acudían a los santuarios, generalmente situados en enclaves significativos, y les ofrecían tortas o exvotos. Esta religiosidad popular ha perdurado en nuestros santuarios donde las ofrendas son ahora de velas de cera o limosnas y cada vez menos de exvotos, esas figurillas que representan todo el cuerpo humano, o animal, o solamente la parte curada.

Incluso la devoción privada de los romanos, la de los lares familiares (Vesta, Lares y Penates) ha perdurado. En algunas casas de pueblo, el comedor, que es la estancia más noble, está presidido por un retrato de los abuelos, junto a la Santa Cena, último vestigio sacralizado de esa religión romana.

Las cruces en las encrucijadas de caminos descienden directamente de las hornacinas romanas que marcaban estos lugares. Igualmente, muchas ermitas cristianas sustituyen oratorios romanos en lugares sagrados antiguos, generalmente prerromanos, instalados en lugares de poder donde se concentran energías telúricas: cuevas, fuentes, roquedos. Algunas romerías son todavía trasunto de fiestas romanas: cultos a la fertilidad. Góngora las llamaba ramerías, sin comprender que el aparente desenfreno sexual en el que incurrían sus participantes era el eco lejano de un culto más antiguo y más renovador que el estrecho cristianismo que él profesaba. Los paralelos podrían multiplicarse: nuestros conventos de monjas descienden de los atrium vestae romanos habitados por mujeres con voto de castidad; los supersticiosos siguen haciendo la higa romana (digitus infamis); el simbolo mágico del falo perdura en llamadores de puertas y en marmolillos de caminos, a menudo asociado a lugares sagrados. Incluso a nivel más elevado la influencia romana es notable: los conjuros de los obispos contra las malas cosechas, los exorcismos contra la posesión diabólica, los aceites litúrgicos y las mil menudas formas de magia existentes en Europa son también patrimonio de las antiguas religiones pasadas por el tamiz romano. Roma unificó las creencias; la Iglesia que suplantó su organización imperial se quedó también con esta rica cosecha. Roma somos nosotros.