Piojera de el Gran Hermano. Sale Jacinto llorando a lágrima viva porque lo han separado de Jorge, su amigo del alma. El presentador metaforiza que, por una vez, lo que parece punto final será solamente punto y aparte. Los gañanes, como son retroanalfabetos, no se enteran hasta que les aclaran que Jacinto va a regresar a La Casa, con el resto de los semovientes que la habitan. Viene luego la escena de Jorge en una suite lujosa provista de retrete palaciego, frigorífico abarrotado de manjares y azafata de tetas siliconadas que manifiesta su disposición a complacer cualquier deseo del huésped. Jorge se hace el sencillo, con la sencillez puesta en los millones del premio, y sobreactúa de patán prologando sus pasmos ante las comodidades de la suite cuando lo que preferiría, en una situación real, serían los espasmos, tomarle la palabra a la tía buena y practicarle un taladro, como ellos dicen cuando metaforizan.

La vida real es como La Casa del Gran Hermano, está poblada por millones de personas que tienen voto para nominar y para decidir un gobierno. Esa es la esencia de la democracia, un abuso de la estadística, como dijo Borges, pero, a pesar de ello, sigue siendo la forma de gobierno menos mala, como dijo Churchill. En la cartesiana Francia, nuestro verdadero Gran Hermano, el que nos viene alumbrando desde hace siglos, los votantes han despeñado a la izquierda y han optado por Le Pen. ¿Desautorizamos esos votos? ¿Aceptamos que hay votos y votos, o sea, que cómo va a tener la misma calidad el voto de un ciudadano inteligente e informado que el de un borrico que no sabe hacer la o con un canuto? Eso sería dinamitar el principio mismo de la democracia, camino peligroso que podría llevarnos a lo de Argelia, la tentación totalitaria de intervenir contra la democracia para reconducirla por el camino conveniente. Un país se divide en dos grupos: la exigua minoría de periodistas, políticos, tertulianos, comentaristas y columnistas que adaptan su prédica a lo políticamente correcto, y el resto de los ciudadanos. Los primeros tienen, tenemos, la voz, pero los segundos tienen el voto. Los primeros predican que la invasión de moros y pobres alegales beneficia al país, pero los segundos, que no ven más allá de lo que ven con sus ojos abiertos, perciben la invasión como una amenaza y nos castigan con su voto. Eso es lo que ha ocurrido en Francia y lo que está ocurriendo en otros lugares de Europa.

Por una vez, dejaremos la columna sin moraleja.