Escribo frente a una ventana abierta a la mar salada, en Cádiz, sobre una playa larga de extensas y doradas arenas. A esta hora crepuscular, si no fuera por dos o tres cuarentones en chandal que hacen footing, la playa estaría desierta y acaso podría contemplar alguna sirena de las que enseñaron su arte a las puellae gaditanae, las chicas de las varietes que encantaban a los romanos pudientes, cuando el imperio de los Césares. Hoy, con la general decadencia de los tiempos, la gente no cree en nada o en casi nada, y mucho menos en las sirenas, simplemente porque no las han visto, pero uno, que tiene algunas lecturas sobre el tema, sabe que existen, aunque raramente se manifiesten. Cunqueiro conoció a un genealogista belga que tenía trazados diecisiete linajes de sirenas en los países ribereños del Mar del Norte y, por su parte, añadió otros cuantos en Galicia.

Parece que a la caída de la tarde, las sirenas, que suelen propender a la melancolía, nadan a dos aguas, con femenil sigilo, y si ven a un marino rubio como la cerveza y bien musculado., en camiseta a rayas, acodado en un barco, a estribor, o a un paseante guapo y melancólico de amores contrariados que recorre la playa con un libro de poemas bajo el brazo, las asalta una pasión devoradora y, como no están sujetas por el freno de la religión ni de la modestia, o sea, del qué dirán, se dejan arrastrar por la pulsión del momento y se ofrecen al afortunado, mostrándole los pechicos levantados y el vientre terso y sin ombligo que sacan del agua justo hasta donde empieza la cola de salmón (en algunas dos colas, como la que adorna la portada del castillo de Sanlúcar de Barrameda).

Si a uno le sale al paso una sirena melosa, y contando con que no le dé reparo la piel de la parte marina, de cintura para abajo, que es lijosa como la del cazón, antes de pasar a mayores, debe preguntarle si se conformará con el revolcón, o sea, el chapuzón, o si busca algo más permanente porque, en llegando a cierta edad, las sirenas se vuelven conyugales y retienen a sus amantes por espacio de unos dos años, lo que viene a durar el amor, y luego los depositan en una remota playa solitaria después de vaciarles el disco duro de la memoria. La policía lo sabe y los repatria de modo discreto, para no alarmar al turismo costero ni a los propietarios de yates. Los que los han probado aseveran que los besos de la sirena saben a mar, como el percebe, el erizo y la ostra.