Cuando, tras la visita papal, el episcopado convoca a los españoles a recuperar el legendario vigor religioso de esta bendita tierra, va y estalla, inoportunamente, el caso del párroco de Peñarroya, José Domingo R.G., condenado por la justicia por abusar sexualmente de seis niñas durante el acto de la confesión.

El cura que mete mano en el confesionario o en la sacristía (o en cualquier otro lugar, pero casi siempre en sagrado, en su territorio) se define, desde el concilio de Trento, como solicitante y su delito como solicitatio ad turpia. Llevan haciéndolo toda la vida de Dios, pero esa contumacia no los disculpa. De hecho la propia Iglesia acuñó, desde antiguo, la cínica divisa: Si non caste, caute. Los solicitantes son legión, como se puede suponer. Generalmente tantean el género, los “pepes” y los “chochetes”, como declararon ante el juez las niñas agraviadas, durante la penitencia, sacramento favorecedor del interrogatorio íntimo de la víctima por un reprimido y un salido que aprovecha el carácter sagrado del lance y la autoridad moral que la sociedad le otorga como administrador de la salvación, de la vida eterna y del misterio. Esto ha ocurrido de siempre, como es de sentido común. Lo que pasa es que ahora, con la democracia, afloran más casos a la luz pública.

En el fondo los curas solicitantes son unos enfermos. La psicología señala que la represión de los instintos sexuales produce neurosis. La Iglesia medieval lo comprendió y toleraba que los clérigos mantuvieran concubinas y barraganas y, más adelante, amas y sobrinas. La historia está empedrada de papas incestuosos o adúlteros, cardenales rijosos, abades prostibularios y frailes lascivos. Un ingenio avisado del Siglo de Oro se preguntaba: “Tanta gente de bonete ¿Dónde mete? Porque dejar de meter no puede ser.” En fin, esperemos que el Santo Padre, iluminado como está por el Espíritu Santo, lo comprenda algún día, abra la mano y permita casarse y practicar el sexo a los curas de occidente como se lo permite, por cierto, a los de la Iglesia Oriental, paradoja que se explica por razones de marketing antes que teológicas. Mientras tanto ocurrirá, se divulgue o no, lo que ha ocurrido siempre, y los tractoristas de mi pueblo seguirán cantando entre dientes la cancioncilla que compuso el presbítero arjonero Vicente Parras a finales del siglo XIX: El cura de Arjonilla/ tiene una sobrinilla./El abad de Lopera, la Bartola y su nuera./ El mosén de Porcuna /sólo tiene a la mula./ ¿Y el arcipreste de Arjona?/ Las mocitas