El libro de Ugo Tognazzi Afrodita en la Cocina ha reavivado el recuerdo de un encuentro que tuve con el estupendo actor en Florencia, en 1988. Los dos estábamos invitados a los premios Chianti Rufino Enrico Fattore que otorgan las famosas bodegas del Chianti. Durante una memorable cena en casa del bodeguero mecenas, con el palazzo Pitti al fondo, mantuve una larga conversación con el actor. Tognazzi era igualmente aficionado a la buena cocina y a las buenas mujeres. En su particular y hedonista filosofía de la vida tendía a relacionar ambos placeres: “el vientre de la mujer, cuando está bien formado y crea esa especie de torbellino que converge en el ombligo, me hace pensar en la posibilidad de colocar allí ostras y absorberlas in loco con enorme satisfacción recíproca”. Me habló de sus excursiones eróticas al campanario del Torrazzo, el más alto de Europa, con una muchacha que “confundía mi respiración entrecortada, debida a la fatigosa ascensión, con el ansia y la excitación amorosa y me respondía con idéntico afán”, me habló de una misteriosa dama de Ferrara, “suficientemente liberada de los prejuicios aunque sin caer en la golfería” con la que cada año se encontraba cuando su compañía de teatro actuaba en la ciudad. Brindaban, cenaban, y pasaban la noche entreverando amor, sueños profundos, caricias y ligeros tentempiés “ya que el amor sanamente cumplido estimula un cierto apetito que hay que satisfacer para no quedarse corto de energías”

Sus atinadas observaciones sobre la culinaria y el amor testimonian las lecturas de un hombre culto y las deducciones de un hombre experto, reflexivo y desinhibido que se atreve a comparar una gran sinfonía bien interpretada con una crema al marrasquino en su punto. Aquella noche, entre los postres variados nos pusieron lichis, que probé por vez primera siguiendo su recomendación: “lo bueno no es el sabor sino la consistencia: lisos, sedosos, húmedos, con un agujero en las paredes túrgidas que es donde se mete la lengua”.

A Tognazzi lo acompañaba una cuarentona frondosa, rubia de bote y morena de rayos uva, a la que no hizo mucho caso. Después de los postres, mientras contemplábamos la piazza Pitti desde la terraza, me lo imaginé comiendo ostras en el ombligo de la rubia y lamiéndole un batido de caramelo y menta por el canalillo pectoral. Tognazzi murió un año o dos después. Vivió con plenitud dionisiaca tan cerca del Papa y sin enterarse de que la vida es un valle de lágrimas.