La televisión del bar repetía el tercer telediario con la noticia del fracaso del trasplante de manos en el hospital de Lyon. El tipo de mi izquierda, que hasta entonces había bebido su vermut en silencio, se encogió de hombros y comentó como para sí.
-¡Es mentira!
-¿Perdón? –le dije. No estaba seguro de si me hablaba a mí.
-Lo que dicen en la tele es mentira –repitió-. El trasplante de manos les habrá fracasado a ellos. El que me hicieron a mí fue un éxito.
Me mostró las manos. La derecha era menor que la izquierda y más delicada, sin vello, con los dedos largos y armoniosos. A la altura de la muñeca se le notaba la costura.
-Parece de mujer. Dígalo. –me leyó el pensamiento-. Es que es de mujer. No tenían manos de hombre y me traspantaron la de una monja. Al principio no me quedé muy conforme porque la gente notaba la diferencia, pero luego me he acostumbrado a ella. Tiene sus ventajas.
Apuró de un trago su bebida y pidió otra.
-Yo siempre he sido un manazas en la casa –prosiguió cuando se alejó el camarero-. No sabía ni freirme un huevo y quemaba siempre las tostadas. Pues bien, desde que tengo esta mano hago un tocino de cielo, y unas yemas de Santa Úrsula, y unos huesos de santo y unas torrijas de Semana Santa para chuparse los dedos.
-¡Caramba!
-Y eso no es todo. Tenía usted que ver como cose esta mano. Antes, cuando se me caía un botón, tiraba la camisa: un verdadero desastre. Ahora hago unos zurzidos que no los notaría usted ni con una lupa. Algo milagroso. Y unas vainicas y unos bordados, que no es porque yo esté delante, pero son de exposición, oiga.
-Pues vaya suerte ¿no?
-Suerte, regular –dijo torciendo el gesto-. También tiene sus pegas. ¿Ve usted esto que tengo por encima?
Me mostró el dorso de la mano, donde había un rodal como en carne viva.
-Parecen quemaduras ¿no? -aventuré.

-¡Son quemaduras! –confirmó-. Es que cuando me la saco para mear, al terminar le tengo que arrimar la brasa del cigarrillo para que la suelte