Si yo fuera una persona de carácter, que no lo soy, tendría arrestos para negarme a que los amigos (¿hasta qué punto amigos?) me martiricen con el relato de sus vacaciones, el repaso de sus fotografías y el visionado de sus vídeos. Escaldado por pasadas experiencias, había tomado la precaución, desde hace años, de aceptar invitaciones a cenar hasta pasado octubre, alegando dieta postveraniega. Hasta ahora me había salido bien, pero este año no sé cómo me han cogido las vueltas que no he podido evitar dos relatos de vacaciones en la semana que llevamos de septiembre. La primera experiencia me la ha deparado un conocido, al que llamaremos Nicomedes Quintal, (espero que no se reconozca en esta columna) que me llamó para decirme que están reordenando la biblioteca y no saben los libros que son míos (de las decenas de libros que les he ido prestando en estos años y nunca me han devuelto, que esa es otra). Naturalmente acudí con la esperanza de recuperarlos y nada más entrar me dicen: “Mira, otro día vemos los libros, que lo que nos apetece es charlar contigo ¿A aque no sabes dónde hemos estado este verano? En la India: aquello es otro mundo, Juan, otro mundo. Hay que verlo. Es ¿cómo te diría yo? ¿Tú has visto los documentales de la segunda cadena? Pues bueno: imagínatelo, pero contigo dentro: caminas por la calle embobado mirándolo todo y lo mismo pisas una plasta de vaca sagrada, que allí no es nada asqueroso.”

Como la invitación no era a cenar, me despacharon con una cerveza con aceitunas, cinco, en una conchita de acero inoxidable y el vídeo de cuatro horas de la India, una sinfonía de colores y miserias, los bañistas en el sagrado Ganges, los intocables, los faquires y todo eso que filman y ven los turistas.

Dos días después, todavía insuficientemente repuesto de la encerrona hindú, me telefonea una amiga que tiene un problema de ordenador. Acudo presuroso, se lo arreglo, una tontería de dos minutos, y me dice: “Ya que estás aquí, te vamos a enseñar las cosas que hemos traído de Nigeria.” Se referían a un vídeo con danzas rituales negras para turistas blancos y dos leones copulando en un parque natural. “Oye, que casi los podíamos tocar con la mano”, insistía el marido de mi amiga, cuya vocación de mamporrero desconocía. Me ofrecieron también una cerveza, esta vez con cacahuetes, pero estaban revenidos después de las calores del verano. El año que viene aceptaré cenas, qué remedio.