Un Santo Rostro ha aparecido en el corte de un jamón en un bar de Valencia cuya dueña, persona creyente y sencilla, ha declarado que indulta el jamón y que desde ahora presidirá, desde una artística vitrina o relicario, el local donde se manifestó el prodigio. La noticia salió a la luz el telediario de mediodía de Antena 3, el 20 de septiembre pasado. El insólito objeto del portento es un pernil de excelente estampa, aunque no de pata negra, sino más bien retinto mejorado, al parecer bien curado y provisto de los marchamos que lo declaran apto para el consumo. En la parte de la rodilla, en un corte superficial, no mayor que la palma de la mano, de los que se practican con objeto de sanear el pernil antes de meterse en más sabrosas honduras, aparece el susodicho Rostro de Cristo. Es más bien plano, pero le prestan cierto relieve la cromática combinación de dorada corteza, azulados tendones, y jamón entreverado de tocino. Parece mentira pero la Divina Faz está tan nítidamente dibujada que resulta difícil de creer que sea obra del azar. Es el Rostro de Cristo que suelen repetir el Mandylion de la iconografía cristiana que Bizancio difundió por la cristiandad medieval: la frente despejada, la melena a los lados, la nariz fina y larga, los ojos almendrados y grandes, la barba partida.

Si, como quieren en Oriente, cuna y solar de las grandes religiones, la representación de la cosa vale por la cosa misma, es muy posible que la imagen ajiropoietes, es decir, no manufacta, del jamón equivalga a una profesión de fe. Dice San Pablo que el Espíritu sopla donde quiere. Si la Providencia una vez permitió que la burra de Balaam hablara, ¿qué tiene de extraño que, en prosecución de sus inexcrutables designios, haya estampado la Vera Efigie de Jesús en un jamón? Antiguamente el consumo de productos del cerdo valía en este país como certificado de buena conducta y de limpieza de sangre, dado que las religiones malditas, los judíos y los moros, abominaban de la carne de porcino. Por eso el que quería alardear de estirpe cristiana vieja, es decir, todos, exhibía su familiaridad con el cerdo haciendo que su matanza fuera lo más ruidosa y notoria posible, enviando preseas a vecinos y autoridades y mostrando, en el vestíbulo de las casas y en la grupa de las caballerías, azulejos y pegatinas que proclamaban: «Aquí vive un comedor de cerdo»; «Aquí viaja un comedor de cerdo».

Visto desde este lado, el asunto va teniendo, como vemos, hondas implicaciones teológicas. Las tiene también culturales. Según prueba Frazer en La Rama dorada el cerdo fue animal sagrado de ancestrales religiones precristianas. Quedan rastros en Homero, cuando saca al «divino porquero» Eumeo elevado a «caudillo de hombres» y «hombre cuyo corazón conocía la equidad».

Ahora abrimos el periódico o conectamos la televisión y, de pronto, se nos ofrece la Vera Efigie de Cristo reproducida en el jamón de Valencia. ¿Casualidad? Puede ser. Pero ¿por qué no milagro? ¿Por qué no señal de lo alto? ¿Es que nos hemos vuelto tan descreídos que, como Santo Tomás tiene que venir el propio Salvador reencarnado para que metamos por la llaga del costado el 00000000 de los dedos antes de admitir el prodigio? ¿Por qué restarle trascendencia al prodigio de Valencia? ¿Es que nos hemos vuelto tan materialistas que ya no creemos en nada? Fíjense ustedes que precisamente ocurre en un momento en que se desata cierta polémica porque los neomusulmanes quieren abrir una mezquita al lado de un convento de monjas en el barrio del Albaicín de Granada, una ciudad, no lo olvidemos, que todavía reclaman para su fe fanáticos caudillos norteafricanos. Además el posible milagro ocurre precisamente en un momento en que la ola de integrismo musulmán asola el norte de África y el Sur y el Oriente.