Roma no existía todavía y ya en el solar de Sevilla cincelaban los orfebres, para lucimiento de las damas tartesias, las diademas y brazaletes del Tesoro del Carambolo. Todavía no existía Roma y ya en Sevilla había fervor de fiesta y culto a la belleza.
Si descontamos los orígenes míticos de esta ciudad y su fundación por Hércules viajero, pregonada en frisos y columnas, Sevilla empieza a serlo medio siglo antes del nacimiento de Cristo, cuando César funda la colonia Iulia Romula Hispalis. Restos del foro de la ciudad romana aún se abren, como rara flor, en la calle Mármoles. Quizá añoran las ruinas de Itálica, también Sevilla, la que dio dos ilustres emperadores a Roma.
Luego varió el curso de la Historia y Sevilla fue estación obligada del cristianismo, que llegaba en apostólicas pateras desde el Norte de Africa. Más tarde, en los siglos oscuros del medievo, Sevilla alzó la luminaria de San Isidoro, cuyas Etimologías compendiaban la cultura salvada de la hecatombe del mundo clásico.
Nada de esto olvidó Sevilla, aunque prudentemente se convirtiera a la nueva fe de los invasores musulmanes. Con ellos fue una próspera y festiva ciudad que competía con la esplendente capital del califato. «Cuando un músico muere en Córdoba -leemos en un texto de la época- venden sus instrumentos en Sevilla. Cuando un erudito muere en Sevilla, sus libros se venden en Córdoba». A la ciudad, como a una mujer hermosa, le salieron novios exóticos: la conquistaron fugazmente los vikingos que remontaban el Guadalquivir en sus largas embarcaciones. Los guerreros rubios fueron derrotados pero se les permitió quedarse y criar caballos en las islas pantanosas del río.
A la caída del califato, Sevilla vivió el breve esplendor cultural de corte del rey Al Mutamid (1069-1090). Bajo el rumoroso puente de Triana aún se perciben los versos que le hacía a su amada Rumaiqiya. Después de este breve sueño dorado llegaron los beréberes saharianos en sucesivas oleadas. Los invasores instalaron su capital en Sevilla, se dejaron conquistar por la superior cultura de los andaluces y pagaron a la ciudad su peaje de belleza en los monumentos emblemáticos: las murallas, la Torre del Oro y la Giralda (1198), alminar bautizado de la mezquita almohade.
La máxima ambición de Fernando III el Santo era reinar sobre Sevilla. Cuando pudo conquistarla, en 1248, después de dos años de cruento asedio, estableció en ella su Corte. La momia de este primer sevillano se somete al devoto escrutinio de sus fieles, en su cofre de plata de la catedral, cada onomástica del Santo.
El descubrimiento y colonización de América convirtió a Sevilla en puerto y puerta del Nuevo Mundo, monopolizadora del comercio indiano a través de la Casa de Contratación. Por Sevilla habían de pasar el comercio y los colonos de la naciente America (lo que explica que el habla de Hispanoamérica sea simple variante de la sevillana). En su activo puerto rendían viaje las exóticas plantas ultramarinas aún desconocidas en Europa que el botánico Monardes sembraba en su huerto de la calle Sierpes: el tabaco, la patata, el tomate. Lo que no echó raíces en Sevilla fueron las toneladas de oro y plata que desembarcaban las flotas de Indias porque al olor de la ganancia acudió una turba de mercaderes y banqueros extranjeros.
La Sevilla del XVI es la Nueva Roma, la ciudad próspera y cosmopolita que renueva su imagen empeñada en su propia belleza, la que edifica por doquier palacios, iglesias y conventos; el taller de grandes pintores, imagineros y orfebres que la dotan de una riqueza artística sin parangón en España (a pesar de las tremendas mermas sufridas por el saqueo al que las tropas napoleónicas sometieron a la ciudad y el deterioro que siguió a la Desamortización de 1835). El claroscuro de aquella ciudad rutilante lo marcaba la miseria y la picaresca que vemos retratada en la pintura de Velázquez y Murillo y en las novelas de Cervantes.
A un siglo de grandeza sucedió la gradual decadencia, reflejo de la sufrió el país en su conjunto. Una epidemia de peste diezmó la población en 1649 y las crecidas que menguaban el cauce del río, combinadas con el aumento de calado de los buques, dificultaron la navegación por el Guadalquivir. Los comerciantes indianos trasladaron sus residencias al puerto alternativo de Cádiz y la corona envió tras ellos a la Casa de Contratación (1717) un gesto que culmina el proceso de decadencia de Sevilla.
En el siglo XVIII algunos gobernantes ilustrados se empeñaron en dar nueva vida a la ciudad, lo que se reflejó especialmente en la intensificación de los cultivos y en la renovación de algunas industrias: la fábrica de tabacos, la Casa de la Moneda y la fundición de cañones. En el siglo XIX la ciudad es, con Granada, meta de los viajeros románticos que buscan a Oriente en el Sur de Europa. Los hitos históricos de Sevilla en el siglo XX han venido marcados por las Exposiciones Universales de 1929 y 1992. En el ambiente de la primera cambió la fisonomía de la ciudad con aportaciones de arquitectura regionalista, inspirada simbiosis de elementos renacentistas y populares. La controvertida Expo 92 ha incidido especialmente en la modernización de la infraestructura viaria. Por encima de todo ello sobrenada la Sevilla eterna. Con sabiduría de pueblo antiguo se deja disfrazar para el forastero y le suministra el falso pintoresquismo de sus mitos: toreros, Carmen y Don Juan Tenorio, y el espectáculo de la Feria y la Semana Santa, tan alabadas por extraños que nunca llegan a su escondida esencia, a la almendrita tierna y clara que esta ciudad hermética y desdeñosa guarda en su más profundo centro