Este libro es un nueva entrega de la serie de historias contadas para escépticos de Juan Eslava Galán, en la que previamente aparecieron los dedicados a las dos guerras mundiales, a la revolución rusa, a la conquista de América, a la   historia de España, a la del mundo y a Una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadie.

La clave de estos libros es la revisión escéptica del tema, sin rehuir los aspectos polémicos que puedan suscitar. Recordemos las discusiones que levanta, por ejemplo, la tradicional celebración de la toma de Granada por los Reyes Católicos El propio término Reconquista está en entredicho, como reconoce Eslava. Que él lo haya usado como título es significativo y en absoluto inocente.

        He aquí, pues, un nuevo título de una serie cuya mejor carta de presentación es el favor que le vienen otorgando sus muchos miles de lectores. Esta vez sobre una compleja etapa entreverada de guerras y de largos periodos de paz que duró casi ochocientos años, que se cerró con la unidad de los reinos peninsulares y en la que pasó de todo. Y todo nos lo cuenta Eslava Galán con el estilo marca de la casa, la personalísima combinación de erudición, humor irreverente y licencias narrativas, sabiamente dosificados, como deben dosificarse los ingredientes de un plato sabroso o de un cóctel.

El gran narrador que es Eslava Galán no desaparece en ningún momento, enganchando al lector desde la primea página. Eso es patente en el uso de recursos novelescos como las magníficas descripciones o los diálogos chispeantes con personajes imaginarios o históricos. U otros más osados como hacer viajar en el tiempo al narrador para que este se encuentre y hable con un alfaqueque (persona dedicada a redimir cautivos), o que el mismo narrador entable un diálogo con Alfonso X, con su estatua en la entrada de la Biblioteca Nacional, en el que el monarca habla de su reinado.

Un vendaval y un castillo de naipes

Todo empezó en 711. Los musulmanes ocuparon fácilmente una nación visigoda dividida por rivalidades y banderías. “La conquista islámica fue la correría de una horda fanatizada que invadió a sangre y fuego un país indefenso”, escribe Eslava. Los moros (no hay intención peyorativa en el término, aclara el autor) ocuparon en poco más de dos años el reino visigodo; a los cristianos les llevará ocho siglos recuperarlo. ¿Cómo se explican la rapidez de la ocupación y el sometimiento de la población peninsular? Probablemente, la población campesina, pobre y abrumada de impuestos, no estaba por la labor de defender ese orden establecido. Además, la Iglesia colaboró con el invasor, pensando que respetaría su influencia y privilegios.

En definitiva, un país poblado por unos cinco millones de hispanogodos se sometió sin resistencia a un ejército de menos de cuarenta mil invasores. La conversión al islam fue masiva; por instinto de conservación y por interés económico para mantener haciendas y privilegios. Escapar de la fiscalidad islámica (más alta para los no musulmanes), fue el gran motor de la conversión. Pero hay, además, en este punto un asunto de calado que el minucioso Eslava no pasa por alto. Y es que a esas conversiones ayudaron también las coincidencias teológicas del islam con el arrianismo tan arraigado en los godos. El cristianismo y el islam eran entonces un conjunto de creencias algo difusas, mucho menos codificados de lo que lo están hoy. El caso es que sólo el 30% de la población permaneció cristiana; y en el siglo siguiente a la conquista las sedes episcopales pasaron de cuarenta y ocho a veinte.

Covadonga y otros mitos (pero empieza la Reconquista)

Covadonga es un nombre que resuena con fuerza en la historiografía tradicional. Durante el franquismo, Covadonga encarnaba el heroico origen de la Reconquista. Hace tiempo que esa idea se pone en tela de juicio, y Eslava Galán no desmiente esa revisión. Para él, como para la gran mayoría, si no la totalidad, de los historiadores actuales, Covadonga tiene más de mito o leyenda que de realidad. Probablemente recuerda una escaramuza menor entre astures e invasores “una refriega de poca importancia”, que sin embargo fue magnificada por los vencedores porque de ella obtuvieron la certeza de que el moro no era invencible.

Más importante aún: el repliegue de los moros –bien a resultas de la refriega o porque despreciaran aquel terreno escarpado y poco poblado- permitió que en las montañas asturianas naciera “una balbuciente monarquía en la persona de Pelayo”. Y la línea defensiva creada fue el germen del reino asturleonés, “la primera organización política de los cristianos después de la invasión islámica”. Alfonso I puso los cimientos de un reino que levantaría su nieto Alfonso II.

        Pero Covadonga no es el único mito de nuestra historia. Es dudoso que el apóstol Santiago fuera sepultado en la tumba descubierta en Compostela e igualmente imaginaria es la batalla de Clavijo en la que intervino el propio apóstol (de ahí el apelativo de matamoros, hoy políticamente incorrecto).

        Eso sí, que lo de Santiago no tenga fundamento histórico no impidió que sobre esa leyenda se construyera algo muy real: el Camino de Santiago, una ruta de peregrinación que constituyó una indiscutible fuente de progreso material y cultural.

        Paralelamente a Asturias, surgieron otros núcleos cristianos: el cántabro, el de Pamplona, los condados francos que cada uno evolucionó a su manera; los condados catalanes, por ejemplo, se integraron en la Corona de Aragón. Esos reinos crecieron lentamente a la sombra del gran Estado de Córdoba que les imponía tributos (parias) y, de vez en cuando, los invadía y saqueaba.

Esplendor y crisis de al-Ándalus: emirato, califato y taifas

Si en Asturias estaban los Alfonsos, en al-Ándalus estaban los Abderramanes. Abderramán I es una figura gigantesca de aquel Estado. Convirtió a al-Ándalus en emirato independiente (hasta él, dependía de los gobernantes del Norte de África), supo rodearse de funcionarios eficaces e impulsó un excelente sistema de recaudación.

        Pero a su muerte, sus sucesores no supieron mantener su herencia y el emirato cayó en una larga crisis de más de un siglo (de finales del s. VIII a comienzos del s. X). De ella lo sacó otro Abderramán, el III, que heredó un emirato en trance de liquidación, con anarquía y bandolerismo y sólo un escaso territorio en torno a Córdoba que obedecía al Estado. Abderramán III sometió a los rebeldes, favoreció el comercio exterior, dinamizó la economía y fundó el califato. En adelante, el gobernante de al-Ándalus ya no sería un emir por debajo del califa, sino califa él mismo. Además, Abderramán III disciplinó al ejército y lanzó cuatro grandes campañas contra los cristianos.

        En su momento de mayor esplendor, el califato comerciaba con el mundo islámico y con el cristiano (a través de los condados catalanes y las ciudades mercantiles italianas); el comercio mediterráneo tuvo el nivel de los mejores tiempos del imperio romano. Su saneada economía se basaba en una inteligente explotación agrícola y minera, y en una floreciente industria especializada en objetos pequeños y caros (seda, perfumes, marfiles, brocados…). Una nutrida burocracia gestionaba la vida política y Córdoba era como una pequeña Bagdad en Occidente, con mansiones, mezquitas, fuentes, huertas, jardines, baños, hospitales, zocos…

Las reformas de Abderramán III las completó Almanzor (“aquella fuerza de la naturaleza”), un caudillo dictatorial sin poder oficial pero con mucho poder fáctico. En veinticinco años lanzó cincuenta y seis aceifas contra territorio cristiano, la más célebre de las cuales y la más lacerante para los cristianos fue la que destruyó Santiago de Compostela. Almanzor nunca fue derrotado por los cristianos. La presunta batalla de Calatañazor es otro de los mitos que salpican el largo proceso de la Reconquista. A pesar de su epitafio -“Jamás volverá a dar el mundo nadie como él”-, Almanzor no hizo grandes conquistas, sólo agregó al califato un puñado de ciudades. El objetivo de sus expediciones era económico: saqueo y botín. Su esfuerzo militar tuvo, además, dos efectos negativos para al-Ándalus: dejó extenuada a Córdoba y su ensañamiento con León hizo que este reino decayera y cediera su preeminencia a Castilla que, en adelante, tomaría la iniciativa reconquistadora.

        A su muerte, el califato cayó en una nueva crisis. Despertaron conflictos larvados, Córdoba quedó en manos de los rústicos beréberes y en veinte años se sucedieron diez califas. El califato que había sido martillo de herejes (infieles cristianos), y con Almanzor, martillo pilón, pasó a ser yunque. Porque, en el norte, los cristianos “progresaban adecuadamente” sin que faltaran recelos y rivalidades entre ellos.

        Al-Ándalus, siempre sumido en la tensión entre la tendencia centrípeta del poder y la centrífuga de los clanes y tribus, no volvió a tener califa. El califato fue sustituido por los reinos de taifas, “unos cuarenta estaditos independientes, una efímera olla de grillos” que se fue serenando al ir absorbiendo las más poderosas a las más débiles, de modo que, al final, quedaron media docena. En contraste con la insignificancia política de las taifas, brillaron sus logros culturales. No faltaron reyes protectores de la cultura, como Al-Mutamid de Sevilla, poeta él mismo, o Abdalá de Granada, autor de unas importantes memorias. Allí surgió un modo de vida genuinamente andalusí, caracterizado por el hedonismo y amenazado por periódicas oleadas fundamentalistas (almorávides, almohades) que, poco después, sucumbían a aquella dulzura de vivir hasta que llegaba la siguiente oleada.

        Los musulmanes, agrupados por tribus de origen, mantuvieron esa estructura tribal en detrimento de formas más evolucionadas de organización social. Nunca superaron sus fuertes lazos tribales; a ratos forjaron un Estado, pero nunca accedieron a la superior categoría de nación. Hubo estirpes vinculadas a un territorio determinado y rebeldes a Córdoba. Otra causa de desunión y crisis fue el sistema sucesorio (el emir o califa designaba al sucesor), que favorecía las intrigas y luchas intestinas.

Los cristianos: la sociedad feudal

En algunos casos, la sociedad cristiana podía verse como un espejo de la musulmana. Si el sistema sucesorio musulmán era una fuente de crisis, los reinos cristianos no carecían de las suyas. Al ser patrimonio de los reyes, estos podían dividirlos entre sus herederos, lo que era causa de serios problemas, como se vio claramente en el caso de Sancho Garcés III de Navarra que lo dividió en tres partes, o de su hijo Fernando I que  lo dividió en cinco.

        En las luchas fratricidas consiguientes a esa última división es donde entra en escena el Cid Campeador, un señor de la guerra que “batalla por la pasta”, como dice Eslava. La tradición quiere que el Cid hiciera jurar –“en Santa Gadea de Burgos, do juran los hijosdalgo”- al rey Alfonso VI que no había tenido nada que ver en la muerte de su hermano Sancho a las puertas de Zamora. Pero “este episodio, aunque literario y resultón, es enteramente falso”, sostiene el autor, desmintiendo otra leyenda.

Otra relación especular puede ser la de Toledo con respecto a Córdoba. Toledo fue también una ciudad cosmopolita que conservó su tradición de centro de estudio de las ciencias de la naturaleza.

        En otros casos primaban las diferencias. Mientras los califas, escarmentados de las dudosas lealtades de clanes y tribus, buscaron tropas mercenarias, más fiables; los cristianos optaron por el sistema feudal en el que los nobles aportaban sus propias tropas al rey. Y si los cristianos contaban con la caballería pesada, esta es lo que les faltaba a los moros para ser invencibles, según don Juan Manuel, que califica a estos como los mejores hombres de armas y conocedores de la guerra. Los moros usaban la táctica del tornafuye, fingir que se huye para arrastrar a los perseguidores a una trampa. “Debían ser dignos de ver aquellos moros montados a la jineta, con el estribo corto y las piernas flexionadas, blandiendo armas arrojadizas”.

        Otra semejanza entre moros y cristianos es que, llegado cierto momento, los reinos cristianos, más que hacer la guerra, prefirieron cobrar tributos por no hacerla, ejerciendo una especie de feudo mafioso, como habían hecho antes los musulmanes. Así, la Reconquista se ralentiza en el siglo XI. Hubo que esperar al siglo XIII para que se dieran -tras la batalla de Las Navas de Tolosa que abrió el camino- los avances de Fernando III el Santo de Castilla y de Jaime I el Conquistador de Aragón; este último, un hombrón con un único objetivo en la vida, ganarle tierras al moro, guiado por el afán de servir a Dios y de salvar España.

        Luego sobrevino un nuevo parón de la Reconquista, durante el que Granada, último bastión musulmán, resistió durante dos siglos y medio, apoyándose en su fina y eficaz diplomacia (haciendo equilibrios entre Castilla y Marruecos) y en su pujante economía.

El retrato que de la sociedad castellana da Eslava Galán es completísimo. Presenta al lector el feudalismo y sus instituciones, la vida diaria de la gente, la comida, las fondas, la importancia del Camino de Santiago y todo el espectro social. Desde los caballeros, cuya jerarquía detalla (nobles, hidalgos linajudos y caballeros de cuantía o premia, es decir, villanos ascendidos), que estaban exentos de impuestos y a los que se reservaban los empleos ciudadanos, hasta los recaudadores (muchos de ellos, judíos), los renegados o los cautivos, sometidos al látigo o el tormento, trabajando hasta deslomarse, ya que hubo toda una industria mora basada en el secuestro de cristianos (la esclavitud de cristianos secuestrados por musulmanes superó a la de negros enviados a América, apunta el autor).

        No falta la mujer en este retrato social. En el libro aparecen algunas admirables, como María de Molina, María de Montpellier, María de Portugal, Beatriz de Bobadilla o Urraca. Además, las esposas y concubinas de los reyes y magnates nunca fueron meros vientres, influyeron en decisiones trascendentales, actuaron como consejeras y mediadoras. De eso quedan más indicios en los romanceros del pueblo que en las crónicas escritas para los reyes. Pero esas eran excepciones de clase alta; la mujer medieval era víctima de la tradición misógina que hunde sus raíces en la Biblia. Era una perpetua menor de edad, sometida a padres, esposos, hermanos e hijos. Se daba por hecho que era inferior al hombre, para lo que “graves autores” suministraban presuntas explicaciones científicas. Con todo, la mujer medieval fue mucho más importante de lo que parece; la de las clases humildes “era una magnífica gestora de la escasez”. Como tener hijas se consideraba una desgracia, se dio un reiterado infanticidio con las neonatas.

Hacia el final de la Edad Media, hubo una dignificación de las mujeres nobles con la llegada del amor cortés.

Un Far West andalusí

Los parones de la Reconquista dieron lugar a una peculiar vida de frontera en la que ni la paz ni la guerra estaban claras y definidas. Una frontera como la del Far West americano, o, más propiamente en este caso, un Far South. Se trató de una frontera caliente en la que la tradicional buena vecindad entre musulmanes y cristianos, basada en treguas e instituciones comunes, se vio alterada por ocasionales estallidos bélicos: en el siglo XIV, hubo 85 años de treguas y paces, y 15 de guerras. Algo parecido ocurrió en el siglo XV. Esa situación hacía florecer el comercio, que produce pingües beneficios al Estado. Pero la paz no impedía otros peligros: bandidos, fugitivos y aventureros hacen de la frontera un lugar inseguro. En definitiva, hubo más tratos con el enemigo de los que reconocen unos cronistas que escriben para congraciarse con reyes y obispos. Y conversiones rápidas e interesadas. Alguno pudo decir lo que, siglos más tarde, cantara Chicho Sánchez Ferlosio: “yo soy un moro judío que vive entre los cristianos; no sé qué Dios es el mío ni quiénes son mis hermanos”.

        En la frontera surgieron tipos particulares. Los rastreadores eran fundamentales, una especie de policía rural muy capacitada para seguir rastros de pueblo en pueblo, siguiendo sobre el terreno pisadas de cuatreros y reses. O el alcalde de moros y cristianos, un juez de frontera que se desarrolla en la segunda mitad del siglo XIV; guarda las lindes, hace paces con alcaldes del otro lado, reparte pastos y leña en la tierra de nadie, devuelve a su dueño ganados extraviados… O el adalid que conoce los pasos y guía a las huestes. O los almogávares, guerreros buenos conocedores del terreno, que hablan la algarabía mora y el romance cristiano y viven en el campo, manejan todas las armas y saben luchar a cuerpo limpio.

La guerra de Granada, último acto

El último acto de la Reconquista fue la guerra de Granada que duró diez años ininterrumpidos, de 1482 a 1492. Fue una guerra desigual entre una federación poderosa, la formada por Castilla y Aragón, y un pequeño Estado que se sabía perdido, una guerra de desgaste en la que el astuto Fernando desangró lentamente al reino nazarí.

        Tuvo tres fases. La primera, entre 1482 y 1484, fue una guerra medieval con mesnadas que recorren la tierra enemiga casi a la ventura, saqueando, incendiando, sin otro plan que hacer el mayor daño posible. La segunda, de 1484 a 1489, fue una guerra metódica en la que se ocupan plazas clave para el dominio de comarcas importantes y en la que destacó el protagonismo de la artillería. A las mesnadas se añaden las milicias concejiles de grandes ciudades (Sevilla, Córdoba, Jaén…); de esa fusión nace un ejército permanente, el primero de Europa que merece el calificativo de moderno.

        La guerra civil en Granada fue la mejor noticia para Castilla. Fernando la avivó, reforzando el ejército de Boabdil frente al de su rival el Zagal, aplicando el clásico “divide y vencerás”. Pero no faltaron derrotas en campo abierto para las armas cristianas. Como el fracaso de la conquista de Loja y, sobre todo, la derrota de la Axarquía, comparable por su repercusión en la imaginación popular con el desastre de Annual de 1921. Como en este, en la Axarquía fue aniquilado un ejército cristiano demasiado confiado que se adentró en territorio enemigo sin las debidas cautelas y se dejó ganar por el pánico.

        La tercera etapa de la guerra fue el cerco de Granada. Los Reyes Católicos estuvieron en primera línea, compartiendo con sus tropas las privaciones del invierno mientras mantenían el asedio (antes, con la llegada del invierno los cristianos se retiraban). Ya no hubo grandes operaciones militares, sino un cerco severo, la oferta de unas condiciones razonables de rendición (tan generosas que es dudoso que Fernando pensara cumplirlas) y los sobornos a las personas adecuadas.

        Granada, tras la conquista, mantuvo muchas costumbres moriscas y siguió siendo básicamente una ciudad musulmana, aunque en la Alhambra hubiera una guarnición cristiana. Los intentos de evangelización de la población musulmana provocaron rebeliones moriscas en el Albaicín y las Alpujarras en los años siguientes. Pero los cimientos de una nación estaban echados.

Un erudito bienhumorado

Quien conozca los libros de Eslava Galán ya sabe que la pátina (o más que pátina) de humor que recubre sus libros no les resta ni un ápice de seriedad, de erudición y de rigor histórico. La Reconquista contada para escépticos no es una excepción. Este es un libro para aprender historia. Divertido, sí, pero didáctico.

        A lo largo del texto, en las notas a pie de página o en los jugosos apéndices, Eslava proporciona una abundantísima información al lector, incluso con abundantes muestras de erudición. Sea explicando el who’s who de los árabes y las tribus en que se dividían: kalbíes, qaysíes y quraysíes; enumerando las taifas o las expediciones de Almanzor; o entrando en detalles técnicos a propósito de la ballesta y sus partes, las flechas envenenadas o la importancia de la invención del estribo al permitir al jinete afirmarse sobre los pies.

¿Una Reconquista de 800 años?

Asunto central de este nuevo trabajo de Eslava Galán, patente desde su título, es -por decirlo con palabras de Ortega- si se puede llamar Reconquista a algo que dura ochocientos años. Este es un debate que no cesa. El autor pone sobre la mesa las opiniones de unos y otros. Da voz a los que se oponen al término Reconquista o lo consideran espurio, y admite que está desacreditado en determinados círculos académicos. “Casi nos convencen”, dice. Porque también están los que señalan que la idea de reconquista se manejó desde muy pronto y que “el recuerdo del despojo y de la reivindicación reconquistadora recorre toda la dilatada Edad Media”, que “la idea de reconquista estuvo… viva en la Edad Media” y que este concepto nació en los siglos medievales y pertenece a su realidad. Eslava concluye dando la bienvenida a ese término que está en su libro desde el título.